Thursday, October 29, 2009

Decimosexta clase – los niños


En la noche de San Francisco, los niños juegan con piezas de madera. Juegan a que están solos, juegan a que abandonan su pasado. Las fichas grandes deben quedar cerca de otra ficha, sola, redonda y pequeña. Hay dos equipos, dos niños forman cada uno. Hay arena sobre la pista de madera para que las fichas se deslicen. Cuando corren sobre la superficie desértica, si uno acerca los ojos al juego, puede ver como la arena se levanta, los granos saltan por el aire y caen en la fosa que rodea el tablero de juego.

Los niños toman cerveza y whisky antes de la partida. El whisky se hace en Kentucky y la cerveza a pocos kilómetros del bar. Como en toda ciudad construida sobre la orilla del mar, su puerto es lo que le inyecta vida, le da forma, le recorta el corazón. La cerveza inmigrante brota en las casas y prende fuego a los trabajadores cansados. Las jóvenes que le muerden la espuma están sentadas en el fondo del bar, tocándose los labios con la yema de los dedos. Al menos una hace esto y parece que se va a levantar a bailar. La rubia que la acompaña, desde el otro lado de la mesa, imita a Cash con su mirada y sus caderas.

En el juego un solo equipo gana. La base de la competición es el desafío, superar al otro o despejar sus fichas de la cercanía al bochín. No solo uno debe dejar sus fichas cerca, sino también evitar que las del rival estén en mejor posición que las propias. Uno puede también golpear las fichas contrarias para que estas caigan fuera del tablero. Es una maniobra riesgosa, en la que siempre hay que darle mucha fuerza al lanzamiento. Se puede ir ganando una partida y que en un golpe todo cambie. El desafío es lo que alienta el placer del juego. También las risas. También el miedo.

El bar, ruin y casi vacío, es atendido por un solo hombre. Charla en el medio de la barra con tres hombres. Los tres beben cerveza, los tres están serios, los tres dan la espalda a los juegos. Debe haber unas doscientas cincuenta botellas, de muchos países del mundo, de formas, sabores y colores distintos, un crisol florido, un gran cartel de luces, un pedazo de historia, un abanico para batir los cuerpos dormidos. La cerveza de los niños es Anchor Steam, y la sirven en unos grandes vasos de vidrio. Los vasos tienen un ancla dibujada, los restos portuarios de una ciudad, las marcas de la historia.

En el juego la arena y la música son fundamentales. Una máquina paga con canciones cada 25 centavos que se depositan. No es lo mismo el juego con Eagles que con Bon Jovi, Dylan o Elvis. No es lo mismo cuando Depeche Mode hace reír a las mujeres que salen del baño. No es lo mismo cuando la gran máquina hace silencio. Como un dios electrónico, cargado de historia y voces ajenas, la máquina transforma a los hombres que se acercan. La máquina no anda sola, la máquina devuelve el amor. La arena hace que las piezas rompan la inercia de su propia forma. Sin arena la madera de las fichas no las dejaría correr. Sin arena la ficha tendría los límites dramáticos de su material. La arena hace que el movimiento crezca, que las fichas corran como conejos, que los ojos de los niños brillen como perlas, como cebollines, como el vaso de cerveza.

La cerveza juega con las fichas, con la noche, con los niños. La cerveza irradia los cuerpos, siembra la noche con semillas heladas y pulposas, bate los niños a duelo. El vaso, su recipiente, es tan grande como la mano abierta de un hombre, dura como su pecho y frágil como el frío en la calle. El vaso tiene historia, un viaje en el cuerpo y un viaje por delante. Hay un futuro para los niños, hay un horizonte para el vaso. Aunque los niños nada sepan de esto, aunque Elvis paladee sin saberlo las palabras que contiene el mapa, aunque los 25 centavos caigan sobre las manos de dios como una gota en el Pacífico.

El viaje lo hacen los objetos, no las personas. Los niños se separan como siempre se separan, recordando. El vaso cruza el continente, del Pacífico a las fauces del Plata, de las manos al cielo, de la noche imantada por extraños al camino de tierra y acacias que recorre los cuentos de dos niños. El futuro se hace presente, se hace pasado, las aguas del río se ponen el traje de arena. El juego vuelve. Los navegantes corren como las fichas, conejos malditos y felices cruzando su día sin horizonte, virando sobre una boya para salvar un hombre que no existe. Para aprender a salvar al hombre del futuro. Hasta ahí llegó el vaso, ahí vuelve a llenarse, ahí vibra como vibraba con la música de dios, ahora con el viento, con el agua dulce, con las risas de los niños jugando.

Monday, October 05, 2009

Quinceava clase – El cristal chino


Espejado en el cristal chino
Un navegante sueña con las islas del Pacífico. Sueña lo que el que mira no sabe. Sueña con otro.

No hay lugar más lejano que el que uno conoce visto de lejos. Eso es algo que se sabe cuando se ve la ciudad desde el Río. Eso es algo que se sabe cuando uno se va para siempre de algún lado.

Espejado en el cristal chino
Un hombre sueña con las playas del Índico. Sueña que ya estuvo.
Sueña que nunca las dejó.

No hay lugar más amado que el que uno conquistó solo. Eso es algo que se sabe haciendo un nudo marinero. Eso es algo que cuando se aprende no se olvida más.

Espejado en el cristal chino
Un hermano sueña con las aguas del Caribe. Sueña que las dibuja en un mapa.
Sueña que sabe llegar hasta ellas.

No hay lugar más cercano que el reflejo en la mirada. Eso es algo que nunca se sabe. Eso es algo que nos devuelve una foto.

Espejado en el cristal chino
Un amigo sueña con las costas del Atlántico. Sueña que le siembra banderas y flores. Sueña que duerme acostado en la arena.

No hay lugar más extraño que el que flota en el sueño. Eso es algo que se descubre soñando. Eso es algo que no sale en las fotos.