Thursday, May 23, 2013

Noche de martes


—¿Qué queres tomar? Dijo él abriendo el menú del bar y mirándola por encima de las dos hojas impresas. —No sé. —Pero qué te gusta. —¿Hoy? —No, en general qué tomás. —Nada, bueno, no sé, depende. A veces cerveza. El teléfono vibró. Él lo tomó, miró la pantalla y atendió. Ella se quedó en silencio, con las manos sobre la falda mirándolo pero esquivando sus ojos. Pasaron un par de minutos y ella tomó la carta que él había dejado sobre la barra, la abrió y comenzó a leer. Tenía jeans y una remera liviana, con un hombro descubierto: su pequeña desnudez. Cuando cortó habían pasado unos cinco minutos, ella ya se había levantado de su banqueta y había caminado hacia la puerta. Él no se levantó ni volvió a mirar la pantalla de su teléfono. Cuando ella volvió él estaba de nuevo con la carta en la mano. —Bueno, ya sabés qué vas a tomar -dijo él retomando la charla en el lugar donde la había comenzado. —Una cerveza, ¿y vos? —No sé, no entiendo bien los tragos, siempre tomo uno pero acá no está, no lo tienen. —¿Pero hay alguno que te dé ganas? —Éste que está acá -dijo mostrándole la carta y señalando algo en el centro de una de las dos hojas. Ella tomó la carta, se volvió a parar, llamó al barman, le mostró la carta, dijo algo, escuchó y volvió a sentarse frente a él. —Ya está, pedí ése, seguro que te va a gustar, lo que vos no sabías era la marca de una bebida alemana, si te gusta el Fernet te va a gustar porque es parecido y seguro que a vos te gusta el Fernet. A todos les gusta. Tengo hambre así que voy a pedir también algo para comer. Él calló, guardó su teléfono y puso sus manos sobre las rodillas, como si necesitara sostenerse. Como si temiera caer. Llegaron su trago y la cerveza. Ella la bebió con sed. Pidió otra y una torta húmeda de chocolate. Habló de su guardia en el hospital todo el fin de semana. Era martes y estaba libre por primera vez en siete días. —¿Cómo se llama esto que decís que es parecido al Fernet? -dijo él con el vaso en la mano y el codo sobre la barra. —Jagermeister, y si nunca lo habías probado te estuviste perdiendo algo muy bueno. Yo lo tomé siempre sólo, en shots. Como si fuera un Tequila. Te levanta y te deja como fresco en la boca. Eso, frescor. Estiró un poco la “R” y el sonido cortó el silencio que él hizo. Ella se tuvo que parar para quedar frente a él. Él no dijo nada, ni miró el teléfono, ni dejó su trago con algo parecido al Fernet. Tampoco la besó. Fue ella quien lo hizo.
Este trabajo responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai.

Negroni


Ella en la esquina de la barra. Ella porque no me acuerdo el nombre, sí que la ví, no hace mucho, otra noche. O no sé, creo que era ella de noche, pero eran muchos los que estaban ahí y saludé a casi todos y tengo mala memoria, mucha, me lo digo yo y me lo dicen siempre. Y se enojan. La mala memoria trae problemas, pienso y vuelvo a mirar a la chica que sonríe y me señala la barrica que está arriba de la barra. Quiere eso que sacamos de ese barrilito de madera. Quiere lo que esa noche quieren todos. Agarro un vaso, lo pongo abajo de la canillita y la miro, y sonrío, y pienso que no se quién es. Abro la canilla y no sale nada, o sí: gotas. Levanto la barrica, liviana como cuando está vacía, mientras oigo que me gritan “Spritz”, “Campari”, “Martín”, “pelado”, “te dejaste la barba”, “amigo”, “cantinero”. Barman ya no dice casi nadie y tal vez ya no lo sea, me digo mientras busco el embudo y la botella de Negroni para llenar la barrica y pienso en ella: en cómo se llamará ella, en dónde era que la vi la última vez, en si será Vanesa o María Carolina. Sostengo a barrica entre las manos a la altura del pecho y la miro, y sonrío, y la sacudo como un sonajero que no hace ruido para que vea que estoy haciendo lo que tengo que hacer para ir a donde está ella con lo que me pidió. Abre los brazos con las palmas hacia arriba, como para una plegaria. Y se ríe, siempre se ríe, y tiene los ojos marrón claro como la madera de la barrica y rodeada de otra gente que también mira y también bebe y también pide. Lo agarro a Javier de los hombros y le pido las botellas, el Negroni, lo que tengo que meter adentro de la barrica. Serio, tapándome con él para que nadie vea que no sonrío. Javier me escucha pedir y me da la botella llena y el embudo y me dice que me ayuda y suena Neil Young y una guitarra que parece que se rompe. Saco el tapón de la barrica y “hola Martín qué me vas a dar de tomar” y “hola María termino con esto y estoy con vos” y siento el ruido del Negroni entrando en la barrica y veo el vaso con los hielos que va a tener ella en la mano cuando termine de llenar la barrica y le sirva y llegue hasta ella. Corto una piel de naranja, la retuerzo y la dejo caer dentro del trago. Y voy hasta ella y sonrío y me digo es María sí es María porque cuando me lo dijo me acordé de la canción María entonces digo “hola María, el Negroni, como el que tomaste la otra noche pero esta vez añejado en una barrica por un par de días” y ella dice “me encantó el otro” y yo le digo “te va a gustar más este” y me voy hacia el la cocina, exhausto, con las manos mojadas, frías y un nombre en la cabeza.
Este trabajo responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai

Radio y televisión

Desde el control de la radio el único que se ve de frente es Clemente. Clemente es Cancela y está en la mesa junto a Santiago Calori y Fiorella Sargenti, el equipo que hace Gente Sexy en la Rock and Pop. Sobre la mesa hay tres bandejas, dos con facturas y una con sándwiches de miga, pero nadie come. “No puedo evitar / a que vengan hacia mí / los sánguches de miga / y parece mentira / que hoy estuve aquí, esperándote” cantó Pappo, ahora una cara colgada de un panel de corcho. También hay una foto de Bob Marley y un cartel que dice Justicia, Once y el número 51 entre papeles con el logo de la radio y posters de bandas. Entre los dos hombres, que no se miran, hay dos paquetes de yerba. En el estudio hay micrófonos, un plasma y computadoras. Los tres tienen un teléfono y lo miran en los cortes. También mientras hablan al aire. Son esos teléfonos que funcionan con sólo acariciarlos con la yema del dedo. Una chica aparece en el estudio y anuncia que espera en línea Natalia Oreiro. Es alta, flaca, rubia y tiene delienada un ala en el hombro. El contorno de un tatuaje. —Están todos comentando lo de CQC, hablando sobre el gobierno y el 13, lo que va a ser esto cuando el programa empiece -dice Clemente señalando la tablet donde lee los tuits de su cuenta. Nadie le responde. Clemente tiene una remera con un dibujo en el que Batman y Robin se dan un beso en la boca. Mide algo más de un metro sesenta, tiene barba de un par de semanas y un dibujo de un bulldog francés tatuado en el antebrazo. Uno de esos perros que parecen un murciélago. En la televisión pasan los goles del Manchester United. Clemente los mira sin mirar. Cuando habla al aire se toma el mentón con la mano derecha y luego, en intervalos de unos segundos, se lo acaricia con la izquierda. El televisor está en C5N sin sonido. Ahora pasan un acto político. Banderas y camiones. - Que suerte no tener que estar más ahí, cubriendo esas manifestaciones.- La música se apaga y una luz roja se enciende en el estudio. Clemente alza la vista y por primera deja de mirar el televisor.
Este trabajo responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai

Wednesday, May 22, 2013

Tato

A nadie entrevisté tantas veces como a Tato Giovannoni. Ahora está a mi lado, frente a unas cien personas y él me presenta. -Martín es el arqueólogo de la coctelería- dice, con una sonrisa tímida y nerviosa. Miente, de la manera en que lo ví hacerlo otras veces. Todos los miran a él porque es a quien conocen. Él es el quién estuvo en la televisión, el que sale en las revistas, el que preparó cócteles en las mejores barras de Buenos Aires desde hace quince años y el que está en los carteles que anuncian el festival Bocas Abiertas en el que estamos. Está flaco, tanto como el día en el que lo conocí pero bastante más que la vez en la que me contó de dónde era que él venía. Estábamos sentados esperando que nos dejaran entrar a un estudio de radio a grabar un micro para una marca y me contó que él había nacido en Pinamar. En realidad me habló de su padre, un hombre que había abierto varios restaurantes, bares y cafés en el pueblo costero y que ahora no tenía ninguno. O solo uno, que siempre estaba por abrir. Me contó de un bar llamado Status y me trajo un recuerdo preciso de mi infancia. Era el lugar al que mis padres iban a tomar un café luego de la cena en las noches de vacaciones en enero. Tato habló de cómo los mozos le mostraban cómo hacían el clericó y del sonido del vapor de la cafetera, sus primeros recuerdos del clima en el que trabajaría años después. Supe en ese relato que alguna vez, ambos niños habíamos estado en el mismo lugar, uno y otro a ambos lados de la barra de un bar. Cuando termina de decir “arqueólogo” yo también me río. Acerco el micrófono que tengo en la mano y cuento que nos conocimos en un estudio de radio, cuando él era ya una figura pública y yo un periodista novato que recién había abandonado el trabajo en las barras. Su hijo está al pie de la tarima sobre la que estamos y lo mira con los ojos bien abiertos y el mentón apoyado sobre la alfombra del estrado. Es imposible que entienda lo que dice Tato sobre la historia del San Martin Demi Sec, un cóctel de los años 20 que refresca en un vaso para servir en una copa de cristal. Cuando Tato tenía la edad de su hijo ya estaba jugando en un bar. ¿Cómo saber que ve, piensa o siente alguien en ese momento? ¿Cómo saber cuáles son las marcas de ese niño en la experiencia de hoy?
Este trabajo responde a una consigna dada en el marco del Máster de Crónica de la revista Orsai