Wednesday, January 30, 2008

Apuntes a Antes del amanecer



Los trenes
Para llegar de un lado al otro, el avión. Para recorrer ese trayecto, el tren. El tren da la posibilidad cierta de bajarse en diversas paradas, no solo en el destino final. Uno, aunque de manera sorda y tácita, va decidiendo continuar en cada estación. El destino final se transforma en otra parada, en una excusa, una razón más.

Los que se sientan en el pasillo huyen del paisaje, de su visibilidad como fotogramas, de cómo se funde la luz en pocos colores. En el movimiento, uno se ve móvil, y a la vez inmoviliza el resto del mundo. Un pájaro es una visión de un pájaro. Una casa es siempre un segundo en esa casa. Los que se sientan en el pasillo, huyen del tiempo.

Los libros

Jesse lee a Kinski, Celline a Bataille. Me dijeron que en un tiempo Klauss vivía en un cuarto lleno de hojas de árboles secas. Después lo vi loco en una película de Leone. De Bataille leí algo sobre el erotismo. Una historia creo. Los libros son un ancla, te llevan a un fondo florido, cerca siempre del fango, la arena o las piedras. Y al mismo tiempo, hacen preguntas que flotan como pelotas de ping pong, boyas, plumas. Los de Jesse y Celine, parecen hacerse preguntas entre sí, antes que ellos hablen. Aunque él esconda el suyo, y ella no. Entonces, esos pocos minutos (¿segundos?) en que ellos leen, y otros pasajeros hablan, callan o discuten, la lectura teje una sábana de silencio. El libro de él se llama “Yo necesito amor”. El de ella es la Historia del ojo, las visiones sobre el Erotismo de Bataille.

Mesas y sillas

Jesse mira a Celine cuando ella se sienta en las butacas que están al lado de las suyas. Cada uno tiene dos. A cada uno le sobra una. El la mira, solo una vez, antes de decirle algo. La diferencia entre el voyeur, el curioso, tímido, y alguien. ¿Sabés por qué estaban peleando?, es su primera pregunta, la mira a los ojos, con una leve inclinación corporal. Después hablan de varios temas y pasan al salón comedor. El único mejor lugar para conocer a alguien charlando, que la mesa de un restaurant, es una mesa en el tren comedor de un tren. La velocidad funde el mundo en el movimiento, y en ese escenario extraño, precario y fugaz, ellos se quedan realmente solos.

Espejo en cuatro partes

El espejo te hace verte, y también te corta en pedazos. Pedazos que se hunden en el tiempo, como si se enterraran en tu cuerpo dormido. En la fronda del sueño, vuelven del naufragio los nombres que usaste en cada lugar. Los que diste y los que te dieron. Los que usaste y los que quisiste dejar de usar. Los que te nombran y los que no. Lo que desaparece, si no lo dejaste escrito, no va a estar más. Al despertar, sobre las sábanas flotando como pelotas de plástico de colores, incluso cosas que nunca dijiste pero recordás.

El espejo se puede usar para desviar la luz y llevarla desde el espejo en la mano, hasta una cara, encandilar o encender un brillo en la cara del deseo. Pero es cuando corta y disemina las partes que espeja. En el palier de un edificio que visite varios años, había dos espejos enfrentados. Te repetía hasta un infinito improbable. Y así, me veía, como en fotogramas de una película super 8, en el tiempo, hacia el pasado (¿o hacia el futuro?), hasta desaparecer. Después de ese túnel, el espejo del ascensor, era un descanso, y pese a subir 4 pisos, fijaba mi retrato.

En la biblioteca tengo un espejo de forma oval. De un lado tiene una foto en blanco y negro de un soldado alemán. Serio. Quizás tenso. Con un gran tapado, el pelo corto peinado hacia atrás y la cabeza inclinada sobre el pecho, casi hundida. Como si el mentón le pesara, tuviera miedo o estuviera concentrando en su memoria ese momento. Como si también sacara una foto, de sí mismo, para atesorar al ser enviado a la guerra. Alguna mujer lo ha tenido entre sus cosas, y al mirarse, escondía el rostro del amado. Y al mirarlo, dejaba desaparecer el suyo. Uno en el espejo, esconde al amado, habría que escribir.

En un espejo del botiquín de un baño, pegué palabras y fotos. Un tigre dibujado y como palabras, ‘hola amor’. En otro, años después, ‘lo que tiramos no sabemos si es lo que somos o ya no’. De las casas que uno deja, los espejos del baño se dejan. Y como en el amor, no sabemos si lo que dejamos es aquello que ya no somos.

Monday, January 28, 2008

ventanas


Uno se asoma al nombre, como a una ventana cerrada. Como a un sueño. Mi abuela cuenta que salía a la de su casa de La Pampa, a regar las flores cuando escuchaba los palpitaciones en la tierra y la luz caía oblicua sobre el piso de madera de su habitación. El caballo de mi abuelo Auzmendi, todos los días buscaba la misma hora, para ver desde el trote, a mi abuela, joven y sola, asomarse a la luz de la tarde. Hoy ella vive en una habitación con una gran puerta ventana. De un lado, su cama con almohadones con flores, del otro, sus macetas con geranios, santa ritas, margaritas y alegrías del hogar que riega todas las tardes, a no ser que llueva. Cuando ya no vivieron más en el campo, pusieron en su departamento de Belgrano, una pileta inflable en el balcón. Para llegar a la ella, había una puerta, que dejaba entrar luz, pero no el sol. Con mis hermanas nos pasábamos las tardes de verano sumergidos y mirando los autos que pasaban cuatro pisos abajo. Como íbamos los domingos, había pocos. En el cuarto que viví hasta que deje mi casa, tenía una ventana con una cortina de mimbre que nunca usaba. Siempre estaba arrollada, y jamás la cerré. Me despertaba con la luz del día, que iba llenando mi cama, mi cuerpo y la habitación entera, empezando a las 6 en verano, y las 7 en invierno. Sin embargo, en los 8 años que dormí en ese cuarto, el árbol que nacía entre las baldosas de la vereda, creció y comenzó a dar sombra sobre la mitad de la planta alta de mi casa. En ese primer piso, sobre uno de los lados, estaba mi ventana. Pasé a despertarme con un reloj. Y después con una radio. Y un día me desperté y el río estaba cubriendo toda la calle, el tronco del árbol, el canasto de la basura hasta su base, y un Peugeot 504 blanco del vecino. Después mis padres compraron ese auto, y yo volvía de noche por el acceso norte, manejando con la ventana abierta para no dormirme. La mañana en que vi el agua abajo de mi ventana, era el año 91 y fue una de las inundaciones más grandes en Tigre. El sol se reflejaba en el río marrón, como un fantasma. Cuando volví por primera vez a Buenos Aires en avión, me acuerdo que el Rio de la Plata parecía una enorme frazada vieja, turbia y brillante. Siempre viajo del lado de la ventana para ver los ríos, las nubes, la luz del sol en el fondo del cielo y como se mueven las alas de los aviones. Después de otro viaje, mi casa fue en un sexto piso. Desde la ventana se veían miles de otros edificios de la misma altura, y desparramados entre todos, la cúpula de un panteón, el techo de un mausoleo, una iglesia en lo alto de una loma y un edificio gris, oscuro y muy feo. Era Paris y ahí el cielo empieza en el sexto piso. Tal vez por eso la luz parece empezar muy cerca del suelo, y choca contra las paredes de piedra de los edificios, y queda rebotando, diluyéndose, apagándose, muriendo hasta dejar una sombre brillante, amarilla, casi ocre. Como un eco de una luz más vieja, más fuerte, y más real. Desde la ventana también se veían lo techos de zinc y las chimeneas color ladrillo. Un año después, hubo otra ventana que se ensuciaba con la mugre de los colectivos y el humo de una parrilla. La primera primavera que viví cerca de esa ventana, la estación le trajo flores y la humedad le cimentó el polvo hasta oscurecer el vidrio, la visión desde el balcón del living con azulejos blancos y los amaneceres. Buenos Aires era una máquina que apenas sabía como encender pero que, como el motor de una heladera nueva, nunca paraba. Y si el motor de la heladera le mantiene una temperatura constante, Buenos Aires estaba ordenado en un ritmo feroz, torpe y repetido, de día, y cansino, tibio y silencioso de noche. Pero estas diferencias apenas se veían desde la ventana. Las ventanas, grandes como camas king size, las abríamos, para dejar entrar el viento, y salir los restos fósiles de las sábanas y la cocina. Mandarinas podridas, albahaca fresca, humo de cigarrillos negros, aceite de maíz, lavanda, jazmines (solo en septiembre). Las dejábamos de par en par todas las noches. Salía a fumar un Gitanes sin filtro y asomado al balcón se veía una Tucumán inhóspita, salvo una semana que se llenó de unos trabajadores que picaron el asfalto incluso de noche. En el fondo, como una postal, un espectro y un refugio que no escondía a nadie, el teatro Colón con la misma luz que los edificios de Paris, brillaba cada noche como la sala vacía de un museo. Después encontré otra casa, con dos puertas ventanas, una, del doble de tamaño que la otra. A través de ellas, no se ve el horizonte, ni los techos, ni árboles o flores. Tuvo banderines, de colores, que se colgaron para una fiesta, yo no saqué, y quedaron hasta que en invierno, con los días fríos y el patio seco quedaron como una naturaleza muerta. Una noche, el agua de la lluvia inundó el patio y entró por la ventana abierta, sumergiendo el ambiente con mi cama, libros y el teléfono que dejó de sonar para siempre. Al llegar, descubrí, asomado a la ventana, con la lluvia aún cayendo en el patio, y sobre el vidrio, que las baldosas no eran más grises. Había algunas verdes. Otras celestes. Bajo el agua turbia de la lluvia, con la oscuridad de una tormenta y el cansancio de las 4 de la mañana, no llegué a ver que había dos verdes distintos. Uno era como el del laurel. El otro como el de la salvia.

Thursday, January 24, 2008

Una noche después de Manhattan


La copa helada calca y nubla

Van a dar las 3 y el viento levanta el polvo en mí. Después vendrá el recuerdo de Rita enroscada entre las sábanas, el fuego de la palma de mi mano, la luz del reloj por una llamada perdida y un (1) que anuncia un mail nocturno.

La frontera del sueño, esa costura de luz en la almohada, que a veces me duerme, espanta

En el texto, naranjas amargas, chica le dice a un chico, Manhattan y la antártida en el mismo mapa, besos

Replay

Tu isla es una copa roja cruza con violeta y madera, una noche helada hace 6 años y el pasillo largo de la casa, después de rodar por tu cama, con plantines de pimientos, romero y una enamorada del muro.

¿Cuándo nos vemos?

entre paréntesis

Ida y vuelta,

Replay

pero la noche es una enredadera que tapa la memoria de lo que escribo

y desde adentro, los bichos trepan y le comen el amor

esas cajitas musicales cubiertas con papel, seda roja, miedo.

Replay

Basta

A sent mail, delete

Sign out

Inicio / Apagar equipo / Apagar

Y un cielo azul, negro, eléctrico

Monday, January 21, 2008

Francia




ok celine, he robado tu Francia. Como se arranca una sábana a la amante dormida. Como si fuera fácil y sirviera para cambiar de dónde vengo. Para perder el tiempo… o para vengarlo. Al principio fue por mi viaje, después fue por vos, por volver al vals y los fuegos artificiales. La última vez, por dos manhattan brillantes sobre la espuma de la madrugada, tu cama. Pero después di a Vian en tres cartas sin remitente, guardé el ticket de la gare du nord en la puerta de la heladera y escribí en el vidrio del tren a Liniers, tu nombre. Volví a las cartas sin título, al freezer de las seis de la mañana, a buscar la forma de las ciudades en google earth, a Casablanca y a pegar las partes rotas y estiradas, de un vestido. Desguasé tu nombre como una máquina, un mueble, una noche. Tu Francia fue una remera y la mesa después de una comida. Un espejo que se llena de manchas negras (¿humedad?). ¿Sabes?, un amigo me trajo Gitanes, negros, sin filtro. Una escarapela para hacer eco. Patito en el charco del cielo. Y los fumo en un sillón gris, escuchando A.M. La planta de lavanda que posé como un tótem en la mesa del jardín, ahora aturde. Reina. El mercado donde hacían de los cerdos cajas musicales para la siesta, ahora vende flores, libros usados y zapatos de gente que ya no está más. ¿Te acordás cuando trajiste el ticket del tren a Berlín? Para mi era el mismo viaje que a Mar del plata, pero más frío. Tenías mis bermudas de jean, que vos cortaste, los zapatos que me gustaban, las manos con olor a detergente, mi ropa y café. Había una muñeca en vos, y adentro un perro, y una máquina de criar canciones que otros tarareaban, porque no sabían la letra. Y en la parte más chica, tierna y cálida, un bosque donde los árboles zumbaban como moscardones, un 747, mi sueño. Ok celine, he robado tu Francia. Pero cada vez que vuelvo al tren, veo el paisaje inmóvil, con mis cuerpos históricos, sin cabeza, alineados. Y me alegro. Y me río. Es el fin de todas mis palabras. Historias, anécdotas, razones, cuentos. Ok celine, he robado tu Francia. Y ya no queda nada.


Wednesday, January 16, 2008

archipiélago

Después vamos a ir a oriente. La ruta de la seda, en una noche

Entre la sábana con olor a Skip, y la boca entre clavos, olor.

Las naranjas del delta, amargas, víveres y espejo.

Creeme

Esta muy cerca la orilla del hambre que ya tenemos. Como está cerca el mapa de tu cama, aún a 1500 kilómetros. Alaska, Andalucía y la Antártida

Son el mismo lugar si se busca la distancia en la palma de mi mano

En tu boca

En el rayo de luz del tren

En el google earth

En el archipiélago de mis ganas

un rayo blanco



Un rayo blanco, de cañas, esclavos y mar.

Madera, clavos de acero, óxido sanguineo, en el hambre, en ti.


Bebo de anoche, pinga y cerveza, horas y tierra, rocío y hielo.

Cuando despierte,

Marcaré tu teléfono caminando por el patio

Nocturno, negro,

ruín

Tal vez estes, quizás no