Monday, January 28, 2008

ventanas


Uno se asoma al nombre, como a una ventana cerrada. Como a un sueño. Mi abuela cuenta que salía a la de su casa de La Pampa, a regar las flores cuando escuchaba los palpitaciones en la tierra y la luz caía oblicua sobre el piso de madera de su habitación. El caballo de mi abuelo Auzmendi, todos los días buscaba la misma hora, para ver desde el trote, a mi abuela, joven y sola, asomarse a la luz de la tarde. Hoy ella vive en una habitación con una gran puerta ventana. De un lado, su cama con almohadones con flores, del otro, sus macetas con geranios, santa ritas, margaritas y alegrías del hogar que riega todas las tardes, a no ser que llueva. Cuando ya no vivieron más en el campo, pusieron en su departamento de Belgrano, una pileta inflable en el balcón. Para llegar a la ella, había una puerta, que dejaba entrar luz, pero no el sol. Con mis hermanas nos pasábamos las tardes de verano sumergidos y mirando los autos que pasaban cuatro pisos abajo. Como íbamos los domingos, había pocos. En el cuarto que viví hasta que deje mi casa, tenía una ventana con una cortina de mimbre que nunca usaba. Siempre estaba arrollada, y jamás la cerré. Me despertaba con la luz del día, que iba llenando mi cama, mi cuerpo y la habitación entera, empezando a las 6 en verano, y las 7 en invierno. Sin embargo, en los 8 años que dormí en ese cuarto, el árbol que nacía entre las baldosas de la vereda, creció y comenzó a dar sombra sobre la mitad de la planta alta de mi casa. En ese primer piso, sobre uno de los lados, estaba mi ventana. Pasé a despertarme con un reloj. Y después con una radio. Y un día me desperté y el río estaba cubriendo toda la calle, el tronco del árbol, el canasto de la basura hasta su base, y un Peugeot 504 blanco del vecino. Después mis padres compraron ese auto, y yo volvía de noche por el acceso norte, manejando con la ventana abierta para no dormirme. La mañana en que vi el agua abajo de mi ventana, era el año 91 y fue una de las inundaciones más grandes en Tigre. El sol se reflejaba en el río marrón, como un fantasma. Cuando volví por primera vez a Buenos Aires en avión, me acuerdo que el Rio de la Plata parecía una enorme frazada vieja, turbia y brillante. Siempre viajo del lado de la ventana para ver los ríos, las nubes, la luz del sol en el fondo del cielo y como se mueven las alas de los aviones. Después de otro viaje, mi casa fue en un sexto piso. Desde la ventana se veían miles de otros edificios de la misma altura, y desparramados entre todos, la cúpula de un panteón, el techo de un mausoleo, una iglesia en lo alto de una loma y un edificio gris, oscuro y muy feo. Era Paris y ahí el cielo empieza en el sexto piso. Tal vez por eso la luz parece empezar muy cerca del suelo, y choca contra las paredes de piedra de los edificios, y queda rebotando, diluyéndose, apagándose, muriendo hasta dejar una sombre brillante, amarilla, casi ocre. Como un eco de una luz más vieja, más fuerte, y más real. Desde la ventana también se veían lo techos de zinc y las chimeneas color ladrillo. Un año después, hubo otra ventana que se ensuciaba con la mugre de los colectivos y el humo de una parrilla. La primera primavera que viví cerca de esa ventana, la estación le trajo flores y la humedad le cimentó el polvo hasta oscurecer el vidrio, la visión desde el balcón del living con azulejos blancos y los amaneceres. Buenos Aires era una máquina que apenas sabía como encender pero que, como el motor de una heladera nueva, nunca paraba. Y si el motor de la heladera le mantiene una temperatura constante, Buenos Aires estaba ordenado en un ritmo feroz, torpe y repetido, de día, y cansino, tibio y silencioso de noche. Pero estas diferencias apenas se veían desde la ventana. Las ventanas, grandes como camas king size, las abríamos, para dejar entrar el viento, y salir los restos fósiles de las sábanas y la cocina. Mandarinas podridas, albahaca fresca, humo de cigarrillos negros, aceite de maíz, lavanda, jazmines (solo en septiembre). Las dejábamos de par en par todas las noches. Salía a fumar un Gitanes sin filtro y asomado al balcón se veía una Tucumán inhóspita, salvo una semana que se llenó de unos trabajadores que picaron el asfalto incluso de noche. En el fondo, como una postal, un espectro y un refugio que no escondía a nadie, el teatro Colón con la misma luz que los edificios de Paris, brillaba cada noche como la sala vacía de un museo. Después encontré otra casa, con dos puertas ventanas, una, del doble de tamaño que la otra. A través de ellas, no se ve el horizonte, ni los techos, ni árboles o flores. Tuvo banderines, de colores, que se colgaron para una fiesta, yo no saqué, y quedaron hasta que en invierno, con los días fríos y el patio seco quedaron como una naturaleza muerta. Una noche, el agua de la lluvia inundó el patio y entró por la ventana abierta, sumergiendo el ambiente con mi cama, libros y el teléfono que dejó de sonar para siempre. Al llegar, descubrí, asomado a la ventana, con la lluvia aún cayendo en el patio, y sobre el vidrio, que las baldosas no eran más grises. Había algunas verdes. Otras celestes. Bajo el agua turbia de la lluvia, con la oscuridad de una tormenta y el cansancio de las 4 de la mañana, no llegué a ver que había dos verdes distintos. Uno era como el del laurel. El otro como el de la salvia.

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