Friday, June 02, 2006

La primera vez que comí carne

La primera vez que comí carne, fue lejos de casa. Pensándolo mejor, fue el verano en que deje de tener casa. Fue en un pueblo Suizo, a la orilla de un lago, una noche de verano. Antes de sentarme en esa mesa, con dos mujeres que no hablaban mi idioma, había atravesado las pampas, carneado un cordero, cortado presas salvajes arrancadas de su intemperie a escopetazos, y acariciado el cuero negro de una vaca shorton. Pensé en esa carne creciendo alimentada por pasto, caminando y fortaleciendo sus músculos, para llegar a mis manos en un corte preciso y precioso, roja, fresca, sangrienta. Había atravesado domingos enteros alrededor de una parrilla, volteando los cortes, las achuras, adobando un cordero, midiendo la rigidez crocante del cuero de un chancho casi bebé, casi arrancado de una de las tetas de su madre.
Pero jamás había comido carne cruda, fresca, con la sangre dormida en rojo. Llamaban al plato “tartare”. Bebí un vino rubí, nacido del otro lado del lago, del otro lado del cordón de montañas. Pensé en el vino como sangre. Pensé que esa relación mística había crecido en la casa que ya no tenía. Trajeron el plato y lo pusieron frente a mí, acompañado de jugo de limón, cognac, mostaza de Dijon, salsa Tabasco, pimienta y sal. Acerqué mi cara al plato. Aspiré el aliento de esa carne que se posó en mi cabeza, mezclada con el viento que venía del lago, suave, fresco, lleno de flores. Toqué la carne con la yema de los dedos, estaba fría, húmeda, trozada en pedazos mínimos. Tomé con los dedos una parte que llevé a mi boca. Mi primera carne desnuda, sangrando en mi boca, sin el fuego, sin el humo, sin un país entero ordenando una forma de ser, en un país nuevo, mi hogar.

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