Pensar que el verde estaba ahí donde ahora el asfalto se hunde, quema la tierra, corta el tiempo como una pista musical negra. A
Después de la curva, el auto baja y empieza a hundirse. En el fondo, parece, ya no se verá nada. Pero a esa niebla nunca se llega. Y el temor que podría dar, contrasta con la calma de la recta. La línea cortada en pedazos le da otra forma al tiempo, sincroniza el tránsito, señala los cambios en la velocidad, evita que el amarillo se nos clave en la mirada. Entre la niebla, parece que hay una curva, a la izquierda. Esas son las que esconden a los autos que llegan de frente. Esas son las que esconden a los autos que vienen atrás.
La curva a la izquierda es corta, plana y esconde una nueva curva, pero a la derecha. Y la niebla sí aparece. Espesa, húmeda, liviana. El auto nos separa, nos blinda y nos ata. Al perder visibilidad, uno encuentra cierta inmediatez del camino. Se borra el horizonte y con él, la velocidad. Toda la masa verde, mojada, vibrante pasa de paisaje a pintura, de foto a fresco, de forma a fondo. Y del camino, de las ruinas que quedan de él cuando la niebla lo muele, aparece otra cosa, una forma acuosa e indefinida. La luz es la luz y desnuda lo artificial y tosco del guarda raid, el trazo de la pintura amarilla en el asfalto y las miles de piedras que hacen el asfalto. En ese momento, uno tendría que salir del auto y ver todo en la foto. Congelar la niebla y hundirse. Y sentir lo que no siente al auto, y ver lo que no ve la foto, y llegar a donde nunca se llega, y saber lo que no saben las señales.
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