Thursday, January 22, 2009

W


Puro Gin ingles con trazos viscosos de vermouth francés. Y aunque de nuestra Francia solo quedan oraciones escritas en el marco de la cama, tu disco de Boris Vian en una caja, en tu casa, en el que era mi cajón, en lo que eran mis mañanas sentado en la orilla de tu sueño, al menos entiendo sin subtítulos lo que dice la etiqueta, su lugar de origen, la receta L’Original Dry y su dirección en Marsella. Allá era el vino, no este que guardo en el piso del placard, fresco y al resguardo del 95 por ciento de humedad de noviembre. Era fresco, venía de la provincia, el sur, tu sur. ¿Te acordás cuando volvimos de Brasil en el auto? Cruzamos Uruguay, partiéndolo al medio y dejando de un lado el mar y del otro una frazada verde que dijiste que ibas a llevarte, para guardar hasta el invierno en una caja y abrigarte esas noches en que yo volvía tarde. En la única estación de servicio que había en 500 kilómetros, un camión cubría bajo una lona color marfil, sucia, cinco mil botellas de vino vacías. El camionero te contó a vos esto mientras yo pagaba la nafta en pesos uruguayos, separándolos de reales, arena y caracoles. En el auto, mientras cruzábamos ríos y cambiaban los carteles de la ruta de color, entre tus pies, rodaban las últimas dos botellas de cerveza que nos tomamos. Oscuras, con la etiqueta reseca del sol. Enterradas por la mitad, en la playa del faro, se entibiaban mientras la luz oscurecía todo el horizonte dejando a flote solo un pedazo de mar. En el otro extremo del océano, en Junio, descubrimos juntos el Manhattan y armamos el mapa de su receta sobre la barra: el whisky era mío, por su historia de inmigrantes y Humprey Bogart, el vermouth dulce era tuyo por su origen italiano, como tus anteojos preferidos, Venecia y Marcello Mastroiani. El bitter angostura era mío porque venía del trópico, como los piratas, el calor y el Cáncer de Henry Miller, y la copa era tuya porque era frágil, transparente y francesa. El hombre del bar mezclaba en un vaso de vidrio alto con una cuchara de metal plateado y lo servía dejando apenas medio centímetro desde la superficie líquida hasta mis labios, los tuyos, los míos, los tuyos y así hasta que quedaba solo la cereza en el fondo, como una piedra rara. Ya en casa, la mía, ensayando solos no era lo mismo y las proporciones cambiaron, no en su fórmula, pero sí en el peso que tenían. Ya con las bebidas en el cuerpo, bebíamos con las piernas colgando del balcón, tapados por una sábana, con el perfume a lavanda que le frotabas en la bañadera llena de agua tibia.

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